Va una pregunta antes de entrar en materia. ¿Qué tienen en común el fútbol, el ballet, el ajedrez, el violín e incluso el softcombat?
Respuesta: Que todas son actividades que un niño puede disfrutar y aprender al salir de la escuela. O así nos lo parece.
Aquí otra pregunta: ¿Y qué diferencia la primera lista de la química, física, biología o, pongamos por caso, la robótica?
La respuesta parece también clara: que las primeras son actividades más o menos divertidas para niños y las segundas solo sirven para hincar los codos. O así —de nuevo— nos lo parece habitualmente.
Hace diez años Bárbara de Aymerich se presentó con un razonamiento parecido en el Ayuntamiento de Espinosa de los Monteros, un pequeño pueblo del norte de Burgos. Su segunda respuesta, eso sí, era bastante distinta. Barbará tenía muy claro que las ciencias naturales ofrecen una faceta igual de “lúdica y emotiva” que, por ejemplo, la música o el baile, y que un niño puede disfrutarlas perfectamente fuera de las aulas. No hablaba de oídas. A sus treinta y pocos años Bárbara sumaba ya titulaciones en Ciencias Químicas y Ciencia y Tecnología de los Alimentos y un Doctorado en Edafología y Química Agrícola. Antes de trasladarse a Espinosa de los Monteros había dado además clases durante un buen puñado de años en La Visitación, un cole de Burgos.
Tan segura estaba Bárbara del gancho que podían tener la biología, la química o la robótica entre los más pequeños que decidió acudir al Ayuntamiento de Espinosa de los Monteros con la propuesta de montar algo parecido a un aula de ciencias. En el Consistorio la idea gustó. Al menos lo suficiente como para que le ofreciesen impartir sus clases en un pequeño local, un espacio de alrededor de 15 metros cuadrados, sin calefacción ni baño, con las ventanas rotas y que, para más inri, debía compartir con otros talleres en los que se enseñaba costura, pintura y restauración de muebles.
Entre aquellas cuatro paredes, en una sala que tiempo atrás había servido como cocina para la antigua escuela del pueblo, empezó Bárbara a cocinar a fuego lento vocaciones científicas. Corría el año 2010 y su proyecto arrancaba con seis alumnos y más arrojo que medios.
Una década después aquella vieja cocina ha dado paso a un local más amplio y acondicionado en el que Bárbara ya no trabaja sola; tiene el apoyo de otros tres profesores que la ayudan en las actividades que organiza con más de un centenar de chavales de la comarca. Su idea de 2010 —bautizada como Escuela de Pequeñ@s Científic@s, Espiciencia— se ha consolidado hasta convertirse en un referente admirado tanto dentro como fuera de España, con un largo listado de distinciones a sus espaldas y vínculos en otros países. La propia Bárbara acaba de ver distinguida su trayectoria con el Global Teacher Award 2020, el prestigioso y disputado premio con el que AKS Education Awards galardona a los mejores docentes a nivel internacional.
Para comprender cómo fue posible ese "arreón" de cero a cien en cuestión de diez años —y en pleno rural burgalés— hace falta sin embargo remontarse algo más en el tiempo.
Nuevos aires, nuevos proyectos
En concreto hay que saltar a 2007, año en el que Bárbara decidió dar un giro de 180º a su vida, hacer las maletas y dejar Burgos, ciudad en la que estaba ligada a la universidad (UBU) y trabajaba como maestra de matemáticas y biología en una escuela. Su destino: Espinosa de los Monteros, un pueblo de Las Merindades situado a hora y media en coche de la capital burgalesa y con cerca de 1.700 vecinos censados —residentes en realidad son algunos menos—. Allí tenía su empresa su marido, tratante de ganado. Para el cambio Bárbara solicitó una excedencia en la escuela, aunque siguió ligada a la UBU. La mudanza coincidió además con el nacimiento de su hija Vega.
“Durante la excedencia nacieron Nieves, mi segunda hija; y Zoé, la pequeña. Cuando llegó el momento de incorporarme de nuevo al colegio decidí dejarlo y quedarme en Espinosa. Sin embargo tenía ganas de seguir trabajando en lo mío, que era la docencia y la investigación, y se me ocurrió montar una escuela de ciencias”, recuerda. La primera puerta a la que llamó fue la de un colegio del pueblo, pero la idea no cuajó: “No veían que pudiese ser una actividad extraescolar porque ya se daba en las aulas”. Decidida a no quedarse con el no, se marchó al Ayuntamiento. Allí la acogida fue algo mejor. Eso sí, con recursos limitados. Le ofrecieron la cocina del antiguo colegio.
“Puse cartelitos por el pueblo y empecé con cinco niños y mi hija Vega. Seis en total. Poco a poco la idea fue gustando y llamó la atención. Cada vez tuvimos más y más niños”, relata. Dicho así y con la perspectiva que dan diez años suena fácil, pero el camino no fue de rosas. A las dificultades del espacio se sumaban las reticencias de quienes que no terminaban de ver la ciencia como una actividad extraescolar. Los reparos —recuerda Bárbara— llegaban con más frecuencia de los padres que de los propios niños. ¿El motivo? “A lo mejor porque no le ven el aspecto lúdico, el emotivo. A nivel didáctico no es lo único que se tiene que tener en cuenta, pero es importante. Muchas veces se piensa que la ciencia no puede emocionar, darte momentos maravillosos, cuando no es así”.
A esos reparos se sumaban otros, como la creencia de que ciencia y niños son una combinación condenada al fracaso. “A nivel de infantil y primaria se ve como algo que queda todavía muy lejos. Parece que se empiezan a meter en ciencia cuando están ya en el instituto, bachillerato o empiezan una carrera. Las ciencias naturales se ven como una materia que se imparte en el cole y está desvinculada de su mundo, pero no es cierto. A los niños les generan emociones, vivencias, y les llenan como cualquier actividad extraescolar”. Tan claro lo tiene Bárbara que reivindica incluso cómo su estudio ayuda a comprender mejor otras aficiones. “La gente que está metida en este mundo más polímata, más de Leonardos, se da cuenta de que la música, por ejemplo, no es otra cosa que matemáticas; o que el deporte es biología, física y química de los materiales”, ilustra.
Las dudas entre la mayoría de padres duraron lo que tardaron sus hijos en llegar a casa emocionados con los secretos que descubrían junto a Bárbara, rodeados de matraces, ordenadores y microscopios. Es decir: muy poco. Tan profundo fue el cambio que ahora —presume la fundadora de Espiciencia— las familias son parte fundamental de la escuela. Cuando el boca a boca empezó a funcionar entre los niños el número de alumnos aumentó y hoy el centro da cobertura a decenas de jóvenes del entorno de Espinosa con edades que van de los cuatro a los 16 años. "Damos cobertura a más de cien niños de la comarca y tenemos mucha vinculación con centros escolares. También estamos unidos a redes de clubes de ciencia. Nos vemos muchísimo. Somos relativamente pocos en nuestra zona, pero estamos muy internacionalizados".
“Muchos de los chavales que empezaron conmigo ya monitorizan sus propios proyectos con los pequeños”, revela. No es la única tendencia que aprecia tras una década de trabajo. Bárbara se ha dado cuenta de que el taller ayuda también a cultivar vocaciones. “Los mayores que entraron conmigo van por la rama científica”. De lo que se trata, sin embargo, en opinión de la maestra, es de inculcar a los jóvenes “un capital científico”, con independencia de que luego encaminen sus pasos hacia esa rama. “Puede ser que desarrollen o no una carrera, pero hay un poso que queda”.
“Les gusta comunicar, son niños acostumbrados a trabajar en equipo y muy solidarios porque de todos depende que el equipo salga adelante. En ningún momento he tenido por ejemplo problemas de niñas y niños, de tener que separarlos o incentivarlas más a ellas… No. A lo mejor es esnobismo mío, pero creo que en eso son diferentes, que se manejan de otra forma”, reflexiona.
De una antigua cocina a comerse el mundo
Espiciencia crecía bien y rápido. Y lo hacía además por varios flancos. En número alumnos, por supuesto; pero también en su plantel de profesores. De trabajar en solitario, Bárbara pasó a tener el apoyo de otros tres docentes: Joserra Oyanguren, profesor de programación y robótica; Nerea Martínez, bioquímica y estudiante de Nutrición; y Gabriel Benito, maestro de mecánica y electricidad, además de experto en aeronáutica y vuelo de drones. Gracias a esa amplia variedad de perfiles el centro ganó en diversidad y pudo tocar más palos, desde la química a la ingeniería. “Trabajamos de una forma totalmente transdisciplinar. Tenemos la suerte de que nuestras carreras son distintas y nos formamos continuamente. También estamos abiertos a lo que les interesa a los alumnos”.
En Espiciencia se aplica la metodología STEAM, que aglutina precisamente ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas con la expresión artística. “Intentamos que la ciencia, el arte, la tecnología y la creatividad estén unidas en los proyectos que hacemos”, comenta Bárbara, ella misma experta universitaria en formación STEAM y Scientix Ambassador. El mejor ejemplo de esa visión transversal son los inventos ideados por los propios niños, que dejan algunas joyas dignas de Edison en sus mejores años. Entre los más curiosos destaca “Cintuled”, un sistema de diodos y LED que ayuda a localizar los cinturones de seguridad en el coche. La propuesta es de Vega, la hija de Bárbara, y llegó a captar la atención de una empresa. “Son cosas que a lo mejor a nosotros se nos escapan porque ellos tienen otra visión del mundo completamente diferente. Enriquece escucharlos”, añade.
En la web de Espiciencia se encuentran otros ejemplos, como zapatos para la recarga de baterías y capaces de brillar de noche, un sistema para el vendado automático de heridas o incluso in bastón especial, dotado de GPS, para ayudar a los invidentes a orientarse. Echando mano del videojuego Minecraft los pequeños elaboraron una maqueta de Espinosa de los Monteros por ordenador que les permitió plantear mejoras, como la construcción de nuevos viales. También han preparado un cohete casero con botellas, cartón y una impresora 3D en el que instalaron sensores y cámaras para —al más puro estilo NASA— analizar después la información que recoge. En el terreno de la tecnología tocan palos como la robótica, la programación, el diseño, la IA o realidad virtual.
Sus propuestas no se quedan solo en el aula. Ni siquiera en España. Entre otras citas, en los últimos meses Espiciencia ha participado en la Global Science Opera de Scientix “Gravity” o en Hiperbaric Challenge. Habitualmente organiza también excursiones al campo y visitas a museos. La lista de actividades de Espiciencia suma y sigue y se completa con una no menos extensa de galardones. A lo largo de los últimos años ha recibido los primeros premios de Fundación La Caixa “Hagamos Cuentos de Ciencia” y el de primaria de Expocytar Argentina virtual 2020. Sobresalió además en STEM Discovery Week Scientix o Space Exploration Master. Las distinciones llegan de dentro y fuera de España. En el CASTIC 2019 de China obtuvo la medalla de bronce y representó a la delegación española en la final de Science on Stage, en Cascais, Portugal.
Su proyección le ha abierto nuevas puertas para financiar sus actividades. Además de la cuota de inscripción, de entre 25 y 30 euros mensuales, empresas y entidades de la comarca han decidido actuar como mecenas de Espiciencia. De forma habitual colabora con la Unidad de Cultura Científica de la UBU y recibe apoyo del CEDER Merindades. El Ayuntamiento ha hecho posible además que el centro haya adquirido este año un frigorífico y una pequeña estación meteorológica que servirá a la escuela para sus investigaciones. “Espinosa es un pueblo pequeño, pero que la ciencia llegue a todas partes es un derecho universal —reivindica Bárbara—. Es necesario que todos estemos al tanto de los conocimientos científicos. Es de nuestra mayores intenciones”.
Tras el aumento de estudiantes, actividades y proyección ocurrió lo inevitable: la vieja cocina en la que había arrancado la escuela en 2010 se quedó pequeña. Muy pequeña, para ser precisos. “Allí llegamos a estar hasta 18 niños, mis compañeros y yo. Lo compartíamos con otras personas que acudían a clases de restauración de muebles, costura, pintura… Tuvimos muchos problemas por eso”, recuerda la maestra. Todo lo relacionado con programación, robótica y diseño e impresión 3D se imparte en el aula de informática del Ayuntamiento. Ahora Espiciencia dispone de un espacio más amplio, diáfano, con baño, calefacción e incluso un pequeño almacén. Caprichos de la vida, la primera clase en las nuevas instalaciones se impartió en marzo, justo la semana anterior a que se decretase el confinamiento. Bárbara no oculta en cualquier caso su felicidad.
El cambio de local no es en cualquier caso la única buena noticia que deja un 2020 por lo demás marcado por la pandemia. En octubre AKS Education Awards comunicó su decisión de galardonar a Bárbara en los Global Teacher Awards, lo que la convierte —junto a Ángel Pérez Pueyo y José María Díaz Fuentes— en uno de los tres españoles seleccionados por su labor docente en en esta edición de los apodados como “Óscar de los maestros”. A los premios concurrieron miles de nominaciones procedentes de diferentes países. Solo de España salieron varios centenares.
Aunque en el caso de Bárbara Espiciencia es quizás la joya de la corona de su dedicación docente, su labor va bastante más allá. Aymerich ejerce también como profesora del Área de Didáctica de las Ciencias Experimentales en la Facultad de Educación de la UBU —lo que le permite contagiar su pasión divulgadora a futuros profesores—, está ligada a la Unidad de Cultura Científica de la UBU, actúa como embajadora de la red Scientix, participa en el programa “Naciendo Ciencia” y desarrolla iniciativas educativas innovadoras como los vídeos de BURGOSconecta, dirigidos a los más pequeños y que preparó durante las semanas que duró el confinamiento.
“El premio da proyección, visibilidad, desde luego; pero aunque se concede al profesor yo siempre repito lo mismo: ¿Qué es un profesor si no hay nadie a quien pueda dar clase? Somos un equipo”, reivindica. Lo que tiene claro es que el galardón ayudará a poner en valor la huella de la ciencia en el rural, el potencial que se esconde en la bautizada como España vacía (o vaciada). “En los pueblos hay mucha cultura que además es perfectamente exportable y necesaria. Ya sea en una ciudad, en un pueblo… Estés donde estés al final lo realmente importante son las ganas”.
Hay muchas vida en los pueblos, reivindica Bárbara.
Y también mucha diversión, pasión, crecimiento personal y horas y horas de buenos momentos en la ciencia, añade. También —y sobre todo— al alcance de los más pequeños.
Imágenes: David S. Bustamante, Espiciencia
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La noticia Espiciencia: la escuela en pleno rural de Burgos que se ha convertido en el gran referente como cantera de vocaciones científicas fue publicada originalmente en Xataka por Carlos Prego .
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