¿Qué es el tiempo? Curioso. Todo gira en torno a él. Hay relojes por todos lados. Cuando nuestra época cambió el reloj de pulsera por el teléfono móvil, estaba, en el fondo, cambiando un cronómetro por otro. Estamos constantemente midiendo el tiempo. Tanto, que muchos han criticado lo excesivamente cronometrado que está nuestro día a día. Nos hemos condenado a luchar permanentemente por no llegar tarde.
Sin embargo, cuando nos preguntamos qué es algo tan omnipresente en nuestras vidas no encontramos una respuesta clara. Tradicionalmente lo hemos entendido a partir de la triada presente, pasado y futuro. Y dentro de esta triada hemos puesto el acento ontológico en el presente: el pasado ya fue y el futuro aún no ha sido, por lo que lo único que existe es un presente móvil, y muy efímero, que transcurre inexorablemente hacia el futuro.
Una de sus características más trágicas es, precisamente, la de la inexorabilidad de su paso. No podemos hacer absolutamente nada para parar un avance que, para colmo, nos lleva hacia el envejecimiento y la muerte.
Recuerdo una serie de finales de los ochenta que veía de muy pequeño titulada De otro mundo, en la que la protagonista (Maureen Flannigan) era hija de un extraterrestre y tenía el poder de parar el tiempo juntando los índices de sus manos, para volver a ponerlo en marcha juntando las palmas.
Siempre he pensado que no habría un superpoder mejor que ése (Imaginemos todo lo que podríamos hacer con él… A bote pronto, ya me imagino todas las mañanas, justo mientras suena el despertador, parando el tiempo para dormir alguna horita más. Ríanse ustedes de Magneto).
Pero no, tristes mortales, no podemos hacer nada para que el tiempo no pase. Además, el tiempo es sincrónico, es decir, que pasa para todos exactamente igual. Al menos en apariencia, todos vivimos el presente exactamente en el mismo momento.
Así, Isaac Newton concibió el tiempo como una especie de río invisible en el que todo ocurre y, desde entonces, esa es la visión del tiempo que solemos manejar en nuestro quehacer cotidiano: el tiempo como un absoluto universal e inmutable que siempre trascurre a la misma velocidad.
Y llegó el siglo XX y con él la gran revolución de la física:la cuántica y la relatividad. Y con ella saltó en mil pedazos la concepción newtoniana del tiempo. Si el físico inglés pensaba que el tiempo era algo universal y absoluto, y que nada ni nadie podía alterar su rumbo, un joven alemán apellidado Einstein va a decir lo contrario: lo único absoluto en el universo es la velocidad de la luz, todo lo demás es relativo, es decir, puede variar.
Si viajamos a velocidades cercanas a la de la luz, el espacio y el tiempo se estiran o se contraen (sí, como si fueran chicle), lo cual no deja de ser tremendamente extraño… ¡el paso del tiempo puede modificarse!
La sincronicidad del tiempo, tan acorde con el sentido común, se viene abajo. No hay un presente absoluto en el que todos vivamos, sino que cada uno vive en un tiempo determinado dependiendo de su movimiento. Creo que no hay idea más contraintuitiva, más difícil de entender que esa… ¿cómo es posible que mi presente no sea el mismo que el de cualquier otro hijo de vecino?
Lo curioso es que la relatividad especial es una teoría bastante corroborada experimentalmente. El GPS de tu teléfono móvil es una prueba contundente de que Einstein estaba en lo cierto. ¡Uffffff! Muy complicado. Pero vamos a ver, para saber si el tiempo se alarga o contrae, primero hay que medirlo, así que vamos a entender qué es medir el tiempo y cómo es posible que podamos medir algo, aparentemente, tan intangible.
El menor tiempo posible en que uno puede hacer algo
Medir algo no es más que definir un patrón de medida (totalmente convencional, el que nos dé la gana) y ver cuántas veces se repite. No es más que eso. Y un mecanismo de medida será eficaz si es capaz de no perder precisión en cada una de las repeticiones que mide.
Un reloj de cuarzo, sencillamente, oscila a una frecuencia muy regular de modo que cada repetición es igual a la siguiente. Un mal reloj será aquel que cada vez que mida un segundo lo haga con una duración diferente. Entonces atrasará o adelantará la hora como tantas veces nos suele pasar ¿Y qué patrón de medida hemos elegido convencionalmente para el tiempo? Tengamos en cuenta que lo realmente importante es que ese patrón sea lo más exacto e inmutable posible.
Un segundo, la duración de 9.192.631.770 oscilaciones de la radiación emitida en la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del isótopo 133 del átomo de cesio, a una temperatura de cero grados Kelvin (¡Guau! ¡Vaya precisión!), es la unidad de medida temporal del Sistema Internacional de Unidades y la más pequeña que utilizamos en nuestra vida cotidiana.
Para referirnos a tiempos más pequeños hablamos de fracciones de esa cantidad. Hablamos de décimas, centésimas o milésimas de segundo, pero raras son las situaciones ordinarias en donde necesitamos tales precisiones. Cuando pienso en mi día a día, no recuerdo nunca haber necesitado medir el tiempo con esa exactitud. Ya raro es necesitar los segundos (¿calentar la leche en el microondas?) como para necesitar partir un segundo en mil partes…
Los físicos llaman tiempo de Planck (o cronón) a la unidad mínima de tiempo que puede ser medida. Se define como el tiempo que tarda un fotón en recorrer la, igualmente llamada, longitud de Planck que, del mismo modo, es considerada como la unidad mínima de espacio que puede ser medido ¿Por qué no podemos medir nada más pequeño?
Calculado, la distancia es 1.616252 x 10-35 metros. Esta cifra no nos dice demasiado pues no estamos acostumbrados a manejar cantidades tan pequeñas, pero grosso modo, sería algo así:
0,0000000000000000000000000000000001616252 metros.
Aparte de que construir un instrumento de medida a estos niveles de precisión supone un sueño absolutamente inalcanzable para la tecnología actual, a un tamaño tan pequeñísimo comienzan a ocurrir cosas muy extrañas. Piense el lector que cuando hablamos a nivel de partículas atómicas y subatómicas ya ocurren fenómenos que desafían nuestro sentido común, aquí estamos muchos órdenes de magnitud de tamaño por debajo. Una locura.
El físico británico John Archivald Wheeler propuso en 1955 la teoría de la espuma cuántica para describir, de algún modo, lo que aquí sucede. A 10-35 metros el espacio-tiempo se vuelve espumoso, como un mar revuelto lleno de turbulencias generadas por partículas virtuales que nacen y desaparecen en la nada a vertiginosas velocidades.
En teoría (tengamos en cuenta de que estamos hablando siempre de hipótesis bastante arriesgadas. No se tome el lector nada de lo que estamos hablando muy en serio) a este tamaño serían muy intensos todos los efectos cuánticos que provocarían que el espacio-tiempo no solo ya se curvara, sino que se retorciera de las más estrafalarias maneras.
Además, el tiempo pierde la sincronicidad propia del mundo macroscópico, pudiéndose detener aleatoriamente o incluso ir marcha atrás. Asombrosamente, mientras nuestro mundo parece fluir felizmente hacia adelante en el tiempo, sus componentes más minúsculos yacen erráticamente en cualquier dirección temporal. Desde luego, parece imposible unir el mundo macro y el micro bajo una misma teoría.
Entonces, si la longitud de Planck es lo más pequeño que podemos medir (no porque ya no podamos medir, que no podemos, sino porque casi no tiene sentido hablar allí de medición), un fotón atravesando a la velocidad de la luz (lo más rápido que puede irse) esa distancia, será por definición, la unidad de tiempo más pequeña que podemos medir.
Si bien, téngase en cuenta que esto no quiere decir que no exista un lapso de tiempo aún más pequeño, simplemente se dice que, si tiene algún sentido decir que existe, jamás podremos medirlo. Por si alguien tiene curiosidad y la cifra le dice algo, el tiempo de Planck equivale a 5.39124 x 10-44 segundos, es decir, a:
0,000000000000000000000000000000000000000000539124 segundos.
Este número es el mínimo tiempo en el que puede ocurrir algo, digamos, con sentido. Si quieres ser exigente con la tarea que ordenes hacer a alguien, siempre puedes decir: “Quiero esto en un cronón”, y serás lo más exigente que puede serse. O mucho más bonito: decir al ser amado “No podría resistir ni un tiempo de Planck sin ti” (Ruego al lector que continúe con el artículo como si jamás hubiera leído estos últimos chascarrillos).
La escala humana
A nivel de nuestra física nada puede ocurrir en menos tiempo que un cronón. Pero, ¿captamos nosotros eso? ¿Percibimos el tiempo a escala de Planck? Ni mucho menos. Hay que tener en cuenta que nuestro cerebro tarda un tiempo en procesar la información. Desde que un fotón golpea nuestra retina, hasta que esa información llega a los diferentes puntos del cerebro donde es procesada e integrada en una imagen consciente, pasa muchísimo más tiempo que un cronón (muchos órdenes de magnitud más).
Esto indica que no tenemos acceso al presente, sino que vivimos con cierto retraso, con cierto lag. No obstante, ese retraso es pequeño por una sencilla lógica evolutiva: si viviésemos con un retraso considerable seríamos muy lentos a la hora de reaccionar ante competidores biológicos como un depredador. La evolución tuvo que seleccionar a los sujetos lo suficientemente “apegados al presente” como para resultar competitivos con los rivales de nuestra escala.
Ciertos estudios calculan que nuestra consciencia funciona de modo discreto, haciendo barridos (como si fuera el scanner de una impresora multifunción) cada pocos milisegundos. Lo que ocurre en el mundo en un intervalo de tiempo menor no existe para nosotros, al menos a nivel consciente, porque nuestro inconsciente sí que puede captar algo más.
El neurólogo estadounidense Benjamin Libet realizó un sencillísimo experimento en el que colocó electrodos a lo largo de la corteza somatosensorial del cerebro de un grupo de sujetos. Después de dar pequeñas descargas eléctricas de diferentes duraciones, les preguntaba si la habían sentido o no. Libet comprobó que descargas de menos de 500 milisegundos no son captadas a nivel consciente. Todo lo que ocurre en menos de medio segundo no aparece en nuestra consciencia, no nos damos cuenta de ello.
Pero esto no quita que, a nivel inconsciente, seamos mucho más rápidos. Hay que tener en cuenta que percibimos muchísima información del entorno mediante vías inconscientes. Por ejemplo, cuando vamos a recibir el impacto de una pelota en la cara, nuestros ojos se cierran sin que lo decidamos conscientemente a una velocidad mucho mayor de 500 milisegundos. De hecho, nos costaría mucho evitar cerrar los ojos mediante una decisión consciente.
Nuestro cerebro realiza tareas que requieren una diferenciación de secuencias temporales muy precisa como, por ejemplo, hablar o escuchar música. Distinguir dos fonemas que se suceden vertiginosamente en una frase o seguir un ritmo musical implica poder percibir el tiempo a nivel de milésimas de segundo. Y es que venimos equipados con diferentes relojes diseñados evolutivamente para cumplir distintas funciones.
El profesor Richard A. Bolck, de la Universidad de Montana distingue tres tipos de formas de medir del tiempo:
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Los ritmos biológicos (las fases del sueño, el hambre, la menstruación…). Por ejemplo, los llamados ciclos circadianos, ligados en su funcionamiento a osciladores biológicos (baja o sube la cantidad de alguna sustancia en nuestro organismo) y ubicados habitualmente en el núcleo supraquiasmático del cerebro.
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Las experiencias de duración: ésta sería nuestra forma propiamente dicha de medir el tiempo mediante “relojes mentales” de diversos tipos.
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El tiempo histórico-cultural: el tiempo clásico del calendario. Por lo general, somos bastante malos calculando este tiempo: ¿qué hiciste el 19 de mayo de 2012? Yo no tengo ni idea.
El psicólogo de la Universidad de Keele (Reino Unido), John Wearden es uno de los mayores expertos del mundo en la medición psicológica del tiempo. Según nos cuenta, estos diferentes relojes pueden interferirse e, incluso, llegar a conclusiones contradictorias. Nos lo ilustra refiriéndose a su propia abuela, la que siempre dice que los días se le hacen eternos pero que los meses se le pasan volando.
Creo que a todos nos pasa lo mismo: yo tengo la impresión de que algunos años han pasado muy rápido, a la vez que determinados momentos han sido insufriblemente largos y tediosos ¿A qué se debe eso? No lo sabemos aún pero tenemos algunas ideas. Wearden diferencia dos formas de captar el tiempo en el transcurrir cotidiano:
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El tiempo prospectivo: es el tiempo en que tardamos en realizar una determinada tarea. Nos ayudamos de numerosos indicadores externos para calcularlo. Por ejemplo, si nos vamos a duchar y a vestir para salir a la calle, nuestra experiencia previa de haberlo hecho más veces ya nos informa de las diferentes duraciones de cada una de las etapas y de que si hacemos lo mismo, tardaremos lo mismo. Esta medición es la evolutivamente más útil, ya que es la necesaria para hacer cualquier acción técnica u organizada y, en cuanto a tal, somos generalmente bastante buenos.
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El tiempo retrospectivo: es el tiempo que transcurre sin tener que ir asociado a ninguna tarea. Para Wearden es más misterioso que el anterior ya que no tiene una función evolutiva clara, no es útil ¿Para qué me vale calcular cuánto tiempo pasa en general? Lo realmente útil es saber cuánto dura hacer una determinada cosa pero… ¿el tiempo sin más?
No obstante, en experimentos realizados, seguimos siendo también bastante competentes en medirlo siempre que estemos hablando de duraciones relativamente cortas. Para duraciones de unos tres minutos, los errores promedio rondan los pocos segundos, sin embargo, si hablamos de horas, los errores van siendo más significativos. La obvia tendencia general es que cuanto más largo es el tiempo a medir, más error hay.
Además, Wearden insiste en que hay un montón de factores que interfieren en nuestra medición del tiempo porque no simplemente calculamos su paso como si realizáramos simples operaciones aritméticas, sino que también lo sentimos.
Cómo sentimos el tiempo
Un pionero en el estudio de nuestra percepción subjetiva del tiempo fue el médico inglés Hudson Hoagland, quien, en 1920, realizó un experimento un tanto curioso: pedirle a su esposa enferma de gripe que contara hasta sesenta. Hoagland descubrió así que la velocidad con la que contaba su mujer se aceleraba conforme la fiebre era más alta. La temperatura, algo que incide en los procesos químicos de nuestro cuerpo, interfiere también en nuestra forma de medir el tiempo.
Otro experimento, bastante espectacular, fue el realizado por David Eagleman. Este mediático neurocientífico estadounidense hizo saltar a los sujetos del experimento desde treinta y un metros de altura a una red. Luego se les pedía que compararan lo que pensaban que había durado su caída con respecto a la de los otros participantes.
La mayoría sostuvieron que la caída de los otros había durado, en promedio, un 36% menos, es decir, que percibieron su propia caída mucho más larga que los otros. La percepción del tiempo se distorsiona en experiencias arriesgadas o aterradoras, o sencillamente, emocionalmente cargadas.
A todos nos pasa constantemente que una divertidísima noche de juerga se nos pasó volando, mientras que aquellas aburridísimas clases de historia (ponga el lector aquí su materia “favorita” si no fue la historia) se nos hacían eternas. Trágicamente, lo bueno parece durar poco y lo malo mucho ¿por qué?
La hipótesis de Wearden es que cuando estamos demasiado atareados centrando nuestra atención en algo, no prestamos atención al paso del tiempo. Cuando, por ejemplo, estamos pasándolo muy bien bailando en la pista de baile de la discoteca no detenemos nuestra atención en el tiempo.
Suelen ser indicadores externos, como que cierran la disco o que alguien mira casualmente un reloj y se da cuenta de lo tarde que es, los que nos hacen caer en la cuenta del fluir temporal. Cuando el tiempo pasa rápido, sostiene Wearden, siempre nos damos cuenta a través de una inferencia a posteriori, cuando el evento “que transcurrió veloz” ya ha pasado.
Sin embargo, cuando el tiempo pasa lento es siempre en situaciones en las que no hay nada que hacer, es decir, en las que nuestra atención no está centrada en ninguna tarea interesante y, entonces, es cuando puede fijarse en el transcurrir del tiempo. Solo así podemos captar su paso en vivo y en directo.
Cuando percibimos un tiempo que pasa más rápido o más lento, evidentemente, no estamos midiendo objetivamente su paso. Si así fuera, en esa soporífera clase de historia en la que para mí, un minuto dura siglos, habría una enorme desincronización temporal con los alumnos a los que la clase no les pareciese tan aburrida. Quizá al clásico cerebrito de la primera fila le está resultando fascinante, por lo que su percepción del tiempo sería rapidísima. Si ambos estuviésemos realizando una medición objetiva… ¿cuál de los dos estaría midiendo el ritmo real del tiempo?
En el fondo, estas sensaciones solo vienen a expresar nuestro deseo de novedad. Cuando decimos que el tiempo pasa despacio, solo estamos expresando nuestra sensación de aburrimiento, de deseo que pase algo nuevo ¿Y para qué algo nuevo? Porque lo natural en el ser humano es aprender y desarrollarse (sobre todo en la juventud) y para eso necesitamos constantemente situaciones nuevas. Si no nos aburrimos y el tiempo se alarga insoportablemente.
¿El tiempo existe?
De acuerdo, medimos y sentimos el paso del tiempo pero… ¿qué es realmente lo que medimos? El tiempo no es un objeto empírico convencional. No podemos verlo ni tocarlo… ¿Dónde está? Verdaderamente, cuando observamos la realidad a nivel estrictamente empírico, solo percibimos cambios en los objetos naturales. Percibimos que un objeto estaba en el punto A y, después, ha cambiado su posición para estar en el punto B. Percibimos un objeto en dos posiciones diferentes, pero no percibimos ese después, eso que ha ocurrido entre una posición y otra.
No percibimos empíricamente el tiempo sino tan solo su asimetría, la diferencia entre estados pasados y presentes ¿Y por qué el tiempo fluye hacia adelante? Nadie ha dicho que necesariamente deba fluir hacia ningún lado, sencillamente damos el nombre de “futuro” a las fases de los procesos naturales que van después de otros porque, anteriormente, siempre ha ocurrido así.
Cuando lanzamos un huevo al suelo siempre se rompe salpicándolo todo. Si ahora miramos los trozos de cáscara, yema y clara esparcidos por el suelo, los recogemos y los lanzamos de nuevo al aire, nadie en su sano juicio apostaría a que el huevo va a recomponerse ¿La razón? Porque siempre ha ocurrido así ¿Y por qué siempre? Porque las leyes de la naturaleza suelen comportarse habitualmente de una misma forma.
En este caso las leyes de la termodinámica marcan lo que los físicos llaman la flecha del tiempo. La entropía (el desorden) de un sistema cerrado no puede sino aumentar, es decir, el orden siempre disminuye (tu cuarto siempre va a tender al desorden). Un huevo es un objeto muy ordenado (bien observado, de una belleza geométricamente maravillosa) cuya destrucción no requiere mucho trabajo. Sin embargo, piense el lector lo que cuesta arreglarlo… ¡una locura ir pegando trozo por trozo de la cáscara!
No obstante, nada impide que yo lance los restos de un huevo roto al aire y este se recomponga como por arte de magia. Realmente, podría pasar. La única razón por la que no ocurre es porque la probabilidad de tal suceso es infinitesimal. Que todas las partículas que componen el huevo se recolocaran exactamente en su sitio para conformar un huevo perfecto sería tan improbable como grande la estupefacción de la persona testigo de tal maravilla.
Esa es la razón por la que el tiempo fluye en una dirección o, siendo más precisos, porque los fenómenos naturales siguen unos pasos que siempre suelen repetirse (con tanta vehemencia que solemos hablar de sucesos irreversibles). Pero si llegamos a sus máximas consecuencias esta idea, lo que estamos diciendo es que el tiempo fluye hacia delante solo porque estadísticamente es más probable, si bien no tendría por qué ser así. Esto ha llevado a algunos científicos como el físico Julian Barbour a negar la existencia del mismo tiempo.
Sin embargo, parece complicado negar la total existencia del tiempo. En respuesta a Barbour, el famoso astrofísico Lee Smolin subraya su existencia como una de las magnitudes fundamentales de la naturaleza, tal y como tradicionalmente lo sigue considerando la comunidad científica.
Y es que parece difícil poder hablar de cualquier proceso o fenómeno natural sin recurrir al tiempo. Pensemos que cuando nos comunicamos mediante el lenguaje utilizamos verbos que, necesariamente, están en un tiempo verbal… intente el lector contarle a alguien lo que le ha pasado hoy sin utilizar verbo ni referencia temporal alguna… ¡imposible!
Quizá, como pensaba Kant, estructurar temporalmente los acontecimientos es algo tan inserto en nuestro entendimiento que nos es imposible comprenderlos de otra manera. Y, del mismo modo, quizá comprender la esencia misma del tiempo sea algo que exceda por completo los límites de nuestra débil razón. No obstante, seguiremos en ello con la incansable tenacidad que suele caracterizar a nuestra especie.
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La noticia ¿Qué es el tiempo?: Cronones, espumas cuánticas y sentimientos temporales fue publicada originalmente en Xataka por Santiago Sánchez-Migallón .
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